domingo, 4 de julio de 2010

Patines

La noche se hacía escarcha en la oscuridad. Otro día más. Fin.
El cansancio, tejía su madeja de hastío sobre los espirales de las horas.
Poco a poco fue dejando atrás la mezcla indescifrable de voces y emociones que habitan en una ciudad que canta y se queja con la misma intensidad. Ahora avanzaba sin esfuerzo, sobre ese animal viejo y metálico que, entre quejas y vaivenes, dejaba su huella negra sobre el aire espeso por el frío del invierno. “¡La puta madre!- pensó- qué tarde es!”. Recordó lo poco o lo mucho que hacer mañana. Suspiró impaciente, con una cuota de enojo por que si. Al menos eso pensó, al sentir la molestia, el tedio, sin saber porqué. Intentó leer algo, la radio y la muchedumbre se lo impidieron. Rezongó un poco. “¡cómo no tener un MP3!”. Se froto las manos, el viento de afuera, pegaba latigazos cada vez que alguien se bajaba tras el mismo sonido: un timbre seco, y un suspiro cansado, arrastrándose por el olor a goma gastada y la tierra acumulada de los años. Leyó “Marcos, sos y serás el amor de mi vida”, no supo si se divertía o se enojaba, nunca pudo dejar de llamarle la atención las cosas que las personas escriben en los espacios públicos.
“Ya falta poco”-suspiró, el colectivo está rodando por la vuelta al Polideportivo.
La Imagen le pegó en seco. Fue una ráfaga de aire cálido y violento en la boca del estómago. La metáfora cobrando vida, abriéndose espacio entre la neblina previa a ser helada en el amanecer. Solo una silueta en la penumbra, una sombra deslizándose en la quietud, un cuerpo bailando con la noche, desafiándola, partiendo el tiempo y los dogmas del hombre. Así, como esas cosas que de tanto sentido se colman y se derraman, perdiendo todo, vaciándose, quebrando la coherencia para reinventarse una y otra vez, jugando en el filo de la locura, entre el sueño y la realidad, entre la libertad de un vuelo y la certeza del golpe, de lo irremediable de la gravedad. Un cuerpo dibujando caminos, espirales en la penumbra, reclamando para si, el derecho a ser, a vivir. Sin saber cómo, sorteando la suerte, barajando la posibilidad de caer en el próximo envión. De pronto fue como si el mundo se quebrara para ser ese espacio vacío, esa oscuridad irremediable, acariciada por la luz fría de una luna de invierno.
Se supo deslizándose rápida, vorazmente en la oscuridad, El corazón en la garganta, el pecho como un fuelle, su cuerpo doliéndole. Un puente. Esa mujer, perdida en su universo, como un espejo de la noche, mágico en su cotidianeidad, sacudía sus costados, avasallaba las murallas del pánico y le recitaba una y otra vez, la historia de sus días.
De pronto, sintió las lágrimas rodarle tibias hasta la comisura de sus labios. Probó su sabor, sonrió con alivio y regresó al comienzo de su viaje, uno más entre tantos iguales, solo que se dejó pronunciar, bajito, lo que realmente quería decirse:
Y recordó las veces que esperaba ese rinconcito, al lado de la ventanilla, tan lleno de gente que no mira a nada ni a nadie, que la soledad se hace un festín con tantos cuellos dispuestos a morir en un mismo día, todos los días, Ahí, un punto en la penumbra, en compañía de tantos cuerpos, que no le contaban más que el vacío y la distancia, lloraba. Puteaba por lo bajo, cuando todavía le quedaba el enojo.
Ahora, tal vez siendo uno más entre tantos y tantas, sonríe triste y un ácido se esparce en su sangre, relajando los músculos, doliéndole los huesos, tensando- inútilmente- sus tendones. “Tantos infiernos convergen bajo un océano en calma”, recuerda. Intenta leer alguna cosa, pero no puede. No esta noche. No hoy, que es tiempo de asumir que no tiene ganas de llegar a casa, que no tiene ganas de deambular en la intemperie, que no sabe qué día será mañana y que no le importa. No esta noche, en la que el frío rompe los cuerpos, los estalla desde adentro. Es hora de preguntarse, de saber…
”¿y mis alas?, yo las vi desvanecerse en mis brazos, era como un deshielo”.
El silencio, se hacía cada vez más profundo, el hacinamiento mermaba, la radio ganaba espacio y una zamba desvencijada por el tiempo y la mala transmisión, rascaba las costras de pintura y se filtraba por la grieta del alma amenazando con desatar el vendaval. Suspiró, bostezó, ya falta poco, “sopita y a la cama-se dijo-¡qué se le va a hacer!”. Miró hacia fuera, nada. Villa Allende, es una ciudad fantasma después de la medianoche. La plaza desierta, con sus juegos y sus fuentes apenas iluminadas. Recordó la noche en que dos cuerpos resistían la intemperie con un abrazo que buscaba unir dos tiempos, dos caminos irreconciliables. Ahora, hasta el dolor perdía sentido. “¿En qué momento?”-se preguntó- “¿Cuándo fue?”. No pudo responderse. Ahora todo se alejaba. Su vida era ese deslizarse en la oscuridad, preso de la velocidad; se movía sin saber por qué, ni hacia dónde. No había nada más. “¿Y mis alas?”-repitió.
El colectivo se frenó para pasar la lomada. Volvió a ver a la Patinadora. “La inercia y la libertad tejidas en su cuerpo”. Giró la cabeza para verla por última vez, creando su propia melodía, en la caja de música de la noche. Recordó las veces que la vio patinando, entre el barullo de los pelotazos de básquet, entre las puteadas de los jugadores de fútbol, esquivando a los niños y niñas que correteaban por ahí. Impávida como si estuviese sola, ella seguía…Recordó que hace años que la ve, en navidad, año nuevo, envuelta de la brisa cálida del verano, o como hoy, abriéndose camino entre la escarcha. Reconoce su silueta, sabe a qué hora encontrarla, pero nunca ha visto su rostro. Le imagina historias, vidas y emociones. Fantasea. Reflexiona.
Ahora corre hasta el timbre del colectivo, casi se pasa de parada. Se abriga bien, y espera el impacto. Ya en suelo firme, camina trabajosamente por las calles polvorientas. Se sonríe con sus divagues. Tiene mucho que hacer mañana. Tiene que dormir. Programa el despertador a las 7, deja la ropa lista al costado de la cama, se pone a ver la tele hasta que el sueño le cierra los ojos.